Desde niños nos dicen que el ser humano es libre, que la
libertad es algo que hemos conquistado a través del esfuerzo y que nos
distinguimos del resto de los seres que habitan el planeta por ello.
No es necesario pensar demasiado para empezar a encontrarse
con curiosas contradicciones y con enormes sinsentidos.
Porque lo primero que se suele añadir a la frase de “el ser
humano es un ser libre” es la coletilla de “pero la libertad de uno termina
donde empieza la del otro”.
O sea, que nos encontramos con libertades departamentadas e
incompatibles cada una con las demás. Y claro, la deducción lógica es que
entonces el ser humano no es libre o bien que a esos “departamentos” no se les
puede llamar libertad, que la libertad es otra cosa.
Y quizá ambos planteamientos tengan razón.
Para empezar, habría que echar por tierra el mito del hombre
libre (muy usado por la política y la religión para acabar subyugando a los
demás) y ser sinceros con nosotros mismos.
¿Somos libres?
Nada más nacer (incluso antes, siendo precisos), estamos
condicionados –afortunadamente no condenados- a una genética. Inmediatamente
después tenemos unas vibraciones familiares y unas conductas aprendidas
seguidas de una educación que acaba configurando lo que, casi poéticamente,
llamamos carácter.
Ello nos implica que cada vez que tomamos una decisión,
tenemos un sentimiento o realizamos una acción, estamos siguiendo los dictados
de un mental adulterado, un vital imperfecto y un físico contaminado. El
resultado de las deliberaciones de estos tres curiosos consejeros decidirá la
conclusión final de la situación.
Evidentemente, esas conclusiones finales podrán chocar una y
otra vez con las de los otros, terminando donde éstas empiezan pero a la vez
luchando por superponerse a ellas.
Por ello, esa libertad se convierte en una constante lucha
de superioridad de las ignorantes decisiones de unos sobre las ignorantes
decisiones de otros. Algo que parece no tener final. Afortunadamente, esos
muros entre tu libertad y la mía han sido demarcados por otros (nos han
ahorrado esfuerzo), y para lograrlo han creado unas vallas electrificadas que
han llamado leyes, sistemas de convivencia, sistemas políticos, normas...
... que normalmente se han hecho a medida de los
departamentos de sus propios creadores. Es lo bueno de saber hacer murallas a
base de palabras.
Y ello nos lleva de nuevo a la idea anterior. El ser humano
no es libre, porque sus decisiones están enormemente condicionadas. Y
evidentemente, lo que llamamos “libertad” debería ser denominado de otra
manera.
Entonces, aunque no seamos libres ¿existe la libertad? ¿Qué
es? ¿Podemos acceder –incluso llegar- a ella?
La libertad evidentemente consiste en algo más que ser
esclavos de los deseos, del apego y de las decisiones fruto del ensayo-error de
la ignorancia.
Porque no se puede ser libre mientras se es ignorante y el
ser humano es ignorante.
Porque si tuviéramos la verdad en cuanto a lo que debemos
hacer en cada situación, si viéramos el mundo desde el conocimiento y por ello
si hiciéramos lo que debemos en lugar de deber lo que hacemos, nuestra libertad
no terminaría donde empieza ninguna otra, sencillamente porque sería la misma.
Porque ambos actuaríamos, sentiríamos y pensaríamos en base a la evolución, en
base al camino que nos conduce inexorablemente a nuestro destino.
Cierto es que como seres humanos que somos nuestra
imperfección no nos permite ser libres, pero también es cierto que en base a
esos atisbos de libertad que disfrutamos, somos nosotros quienes damos o no
permiso a esas imperfecciones para que habiten indefinidamente en nosotros o
para que se vayan disolviendo con el paso del tiempo y la ayuda de la entrada
de La Luz.
Y si llegamos algún día a ser libres, quizá hayamos dejado
de ser humanos. Quizá seamos otra cosa.
Pero esa cosa estará más cerca de su destino, de la
sabiduría y de la libertad.
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