Yo



Yo soy yo y tú eres tú. Eso es algo que parece que tenemos claro. Es así y no hay dudas al respecto.

Pero a los que nos gusta buscar –y encontrar- tres pies al gato, se nos antoja la pregunta típica y tópica de ¿qué es eso del yo?

Porque en definitiva, el concepto de yo es algo totalmente ilusorio. Es evidente que no somos la misma persona (ni siquiera físicamente, ya que nuestras células se renuevan casi en su totalidad) cuando tenemos diez años que cuando tenemos veinte o cuarenta. No hay ni que hablar de los cambios mentales, sentimentales, de creencias y del modo de ver y afrontar la vida.

Por lo tanto, se podría decir que somos “yos” distintos. Cada uno es producto del anterior, pero de ninguna manera el mismo.

Entonces ¿existe algo, algún tipo de yo que una toda esa línea de diferencias cronológicas y que sea inmutable (o lo suficientemente inmutable) para que lo podamos considerar como tal?

Habitualmente esa inmutabilidad la confirmamos partiendo de un documento que lleva nuestro nombre (y un numerito de ciudadano asociado). Es entonces cuando llegamos a una conclusión que no nos deja en absoluto satisfechos, pero que por lo general no nos hace pensar más en el asunto. Nuestro yo se crea con el nacimiento y se acaba con la muerte. O sea, tenemos un yo perecedero y temporal, ¡qué le vamos a hacer!

Claro, que si a eso le añadimos lo anteriormente dicho y además que nuestras acciones, sentimientos y procesos mentales están condicionados por la educación, la genética, los impulsos, los deseos, etc., en realidad parece que ni siquiera existe ese yo temporal, que somos un cúmulo de condicionantes con inciertos resultados y que el yo no es otra cosa que una ilusión creada por todos ellos para tener algún tipo de base que a pesar de su irrealidad, tomamos como real aceptando el juego.

Bueno, estamos como al principio –o aún peor- ya que tenemos un yo que ni siquiera es yo y que nace y muere para nada. Parece que una vez más, la Naturaleza o la Divinidad se han tomado demasiado trabajo en algo que sólo va a servir en el mejor de los casos, para llenar los libros de historia.

Pero si creemos que ni la Naturaleza ni la Divinidad han creado todo este jaleo para divertirse, podemos deducir que debe haber algo más allá de lo evidente. Algo que quizá  podemos vislumbrar, no tanto con la mente como con la intuición.

Todas las religiones, desde los principios del ser humano, hablan de una cosa a la que llaman alma.

Las descripciones que de ella se hacen son diversas, pero todas ellas coinciden en que es una parte de la persona (quizá debiéramos decir que la persona es una parte de ella) que de algún modo continúa existiendo cuando la persona muere.

Y puede que eso sea precisamente lo único que conserva realmente la esencia del yo, de un yo que se tiene que servir de todos esos componentes temporales para llevar a cabo su camino y poder mostrarse como es.

Ante ello, un solo ciclo vital de nacimiento y muerte se nos presenta como claramente insuficiente, ya que basta un vistazo a nuestro alrededor para comprobar el estado de evolución del alma que tenemos (y basta un vistazo a nuestro interior para comprobar el esfuerzo necesario para hacer un pequeño avance).

Sería entonces, a través de varios ciclos vitales como ese alma o verdadero yo individual puede ir, no solo adquiriendo experiencia propia, sino siendo capaz de estar cada vez más al frente de la personalidad controlando las imperfecciones físicas, vitales y mentales, hasta ser capaz de inundar ella misma esa existencia temporal que llamamos persona.

Aunque a primera vista pudiera parecer igual a la teoría de la reencarnación expuesta por filosofías orientales, la diferencia principal (y sustancial) consiste en que al ir evolucionando el alma en conocimientos, experiencias y sabiduría, jamás podrá reencarnarse en un ser inferior, en un animal o planta, ya que el camino es únicamente ascendente.

De esa manera, en ese estado, conoceríamos nuestro yo esencial y llegaríamos a vivir en él... y quizá nos diéramos cuenta de que todos formamos parte de lo mismo, de que en realidad no somos otra cosa que diferentes cuerpos de un mismo yo, éste sí, eterno e inmutable.

El Pecado



Pocas cosas mueven y han movido tanto el mundo como el pecado. Con él como base (mejor podríamos decir como excusa) se ha quemado en hogueras, matado, torturado, pergeñado leyes, condenado, anatematizado, segregado, abandonado, censurado las posibilidades de otras personas, establecido dogmas y maneras de actuar y pensar... ¿seguimos?

Y eso sólo si nos atenemos al pecado desde el punto de vista religioso, porque existe también una variante social no menos potente. Pero eso lo dejaremos por ahora.

Según nuestra concepción del pecado, éste significa hacer, pensar, decir u omitir cualquier cosa que se traduzca en una ofensa a Dios. Eso de por sí no sería nada extraño si no fuera por la variabilidad del concepto de pecado. Lo que ayer era pecado puede no serlo hoy y viceversa. Incluso en la misma línea de tiempo, lo que en unos lugares del planeta se consideran terribles pecados, en otros lugares puede ser algo que ni siquiera el más estricto juez consideraría falta leve.

Visto así, parecería que a Dios le ofenden unas cosas u otras dependiendo del día o de la población a la que nos refiramos. Una cualidad muy humana como para ser considerada divina.

Evidentemente, no pecaríamos de desconfiados si pensásemos que las instituciones que catalogan los pecados no le dan mucha importancia a las hipotéticas ofensas a Dios, y más bien pretenden establecer un estamento de poder amparándose en la difusa actividad de los dioses.

El movimiento pendular a que nuestra mente nos tiene acostumbrados, nos lleva con más o menos velocidad a llegar a la conclusión de que entonces, el pecado no existe.

De esa manera todo estaría permitido, nadie podría censurar nada. Claro, que conociendo al ser humano no tardaríamos mucho en acabar con nosotros mismos... Y en el fondo es quizás en nosotros mismos donde podemos encontrar alguna razón coherente al concepto de pecado.

Porque parece evidente que a Dios, al Absoluto, al Eterno Inmutable, no se le puede ofender no con nuestras palabras, ni con nuestras acciones u omisiones, ni con nuestros actos, ni con nuestros pensamientos. Sería tan absurdo (o más aún) que a nosotros nos pudiera ofender el comportamiento de una hormiga (otra cosa es que podamos recibir un mordisco de ésta, pero ofensa, lo que se dice ofensa...).

Y si no se puede ofender a la Divinidad y las ofensas entre nosotros cambian constantemente con el tiempo y la geografía, las ofensas verdaderas, lo que podríamos llamar “pecados”, únicamente pueden  hacerse contra nuestro ser interno, contra nuestra intención evolutiva.

Ahí sí podemos encontrar un pecado, ya que cualquiera de los llamados pecados o formas de pecado (pensamiento, palabra, obra y omisión) pueden ser llevados a cabo contra el trabajo que hemos venido a hacer en este mundo de la materia.

Porque con  una acción mal encaminada, podemos interferir negativamente en la evolución de otra persona y de igual manera podemos hacerlo con la palabra, el pensamiento (que es en definitiva el que nos lleva a hablar actuar) y con la omisión de una ayuda en un momento determinado.

Obviamente no es necesario salir fuera de nosotros mismos para “cometer un pecado”. Constantemente estamos pecando contra nuestro propio destino y contra nuestra propia alma, pero ante un mismo acto siempre somos más permisivos con nosotros que con los demás. Tal vez si no fuera de esa manera, las cosas nos irían de otra forma.

Pero mientras tanto, mientras no sintamos las cosas así, seguiremos sirviéndonos del concepto de pecado para conseguir lo que queremos (o lo que creemos que queremos) en vez de ir un poco más allá y tomar contacto con lo que necesitamos.

El Amor



Casi todas las canciones, casi todos los poemas y podríamos decir que la mayor parte de las cosas que hacemos en este mundo, se hacen por amor (me refiero a las cosas positivas, claro).

Cuando aconsejamos, cuando regalamos, cuando hablamos con alguien  con quien estamos a gusto, siempre hay un trasfondo de amor. No de un amor paterno-filial ni un amor de pareja, pero sí un amor hacia la otra persona. De una manera o de otra, la queremos.

Y ahí nos encontramos con dos puntos clave: es alguien con quien estamos a gusto y a quien queremos. Entonces, eso que parece tan obvio y de lo que habitualmente pasamos por encima, en realidad nos está diciendo que de lo que estamos hablando no es del verdadero amor, porque si lo hacemos porque estamos a gusto estamos actuando en base a una gratificación (ya no es amor, es interés) y si "queremos" estamos intentando de algún modo "poseer" (como si esa persona fuera propiedad nuestra).

Por lo tanto, lo que habitualmente denominamos amor no es tal,  es algo que hacemos por la recompensa; no es desinteresado, no es incondicional, no es altruista... no es amor.

Altruista... puede que en esa palabra encontremos algo más de sentido al color que el amor debe tener.

Si limitamos el amor a los que nos favorecen, a los que nos pueden dar algo, a nuestra familia o a nuestro clan, lo que estamos estableciendo es una cadena de favores e intereses. Siento amor por ti pero sólo mientras te portes como yo quiero que te portes. De lo contrario ya no te quiero ¡hala!

Es como asemejar a las personas con un objeto. Lo quiero (y en cierto modo puedo depender de él) mientras no me moleste, me parezca bonito, me resulte útil a mis propósitos  y no me provoque demasiados quebraderos de cabeza. En el momento en el que eso no sea así, el amor por mi maravillosa pertenencia  se torna en lo contrario. Y el pobre objeto, que no tiene culpa de nada, acaba en el cubo de la basura.

Pero como las personas no somos objetos y, por mucho que nos gusten las cosas nunca sentiremos lo mismo por ellas que por una persona (ojo, si lo sentimos es cuando de verdad tenemos un problema que necesita ser solucionado con urgencia), eso a lo que llamamos amor tiene que ser otra cosa.

"Ama a tus enemigos", dicen las escrituras sagradas, o "ámame cuando menos lo merezca porque es cuando más lo necesito", dijo el poeta. Es decir, que el concepto de amor debe llevar implícita la unidireccionalidad aunque no necesariamente tenga que ser evitado el retorno. No amo para que me amen, ni siquiera amo para sentirme bien y satisfecho por el hecho de amar; amo porque el amor forma parte del camino y porque quien ama con condiciones camina dando traspiés.

Pero cierto es que eso de amar a quien no nos cae bien o incluso a los enemigos, no sólo no es fácil, sino que tiene un punto de retorcimiento. ¿Cómo se puede amar a un asesino sin convertirse uno mismo, de algún modo, también en un asesino?

Quizá porque no somos capaces de separar a la persona (limitada, finita e ignorante) de su esencia. Cierto que ambos ocupan el mismo espacio y presentan a ojos vista un aspecto idéntico, pero no son lo mismo.

Porque cada persona que nace es una Obra Sagrada, es un intento individual de andar un camino lleno de incertidumbres, de peligros y de posibilidades de derrota. Cada persona que nace es un héroe que se arriesga a entrar en un mundo lleno de condicionantes físicos, sentimentales y mentales con la intención de superarlos y abrir la puerta que le lleva a sí mismo.

Pero muchos caen estrepitosamente y en lugar de caminantes, acaban siendo un cúmulo de errores que se autorrepiten y se autocopian y que apenas le dejan dar dos pasos seguidos con cierto equilibrio.

Por eso, cuando se nos dice que debemos amar a nuestro enemigo, se nos está diciendo que amemos al héroe que nació con la intención de buscar La Luz, no que amemos a la colección de imperfecciones que lo han acabado derrotando y haciendo de él cualquier cosa menos un instrumento de la evolución.

No hay que amar a la persona mental y perecedera, hay que amar su intención, su destino, su valentía y su trabajo (que no es otra cosa que la eliminación de trabas). No hay que amar las acciones, pues éstas siempre son más o menos imperfectas, sino a esa encarnación de La Luz que hay dentro.

Porque si todos somos encarnaciones de La Luz, en última instancia todos somos lo mismo, o más bien partes de lo mismo. Y si todos somos parte de lo mismo, cuando amamos a alguien nos estamos amando a nosotros mismos, y siempre que amamos, amamos a La Luz.


La Verdad



Para ser bueno en esta sociedad (más bien para que nos consideren como alguien bueno), lo primero que se nos dice es que debemos decir la verdad.

O sea, si una cosa es verde decir que es verde, si es redonda decir que es redonda y así en todos los casos.

Cierto es que en muchas ocasiones, las propias personas que nos dicen que tenemos que decir la verdad son las que comprobamos que más mienten, pero aún así, no es necesario ser muy inteligente para darse cuenta de que el concepto de “verdad” es algo muy relativo.

Y es algo muy relativo porque se desprende de nuestra concepción de la realidad.

Podríamos enfocar el tema partiendo de que “realidad” no es otra cosa que el punto de vista y la opinión del rey, pero salvo como curiosidad, no nos aportaría nada.

La realidad es relativa porque depende de la manera que veamos la vida, y la manera en que vemos la vida depende de nuestros conocimientos.

¿Un ignorante puede entonces decir alguna verdad (más allá de que el césped sea verde o que una pelota sea redonda)? Pues sí, puede decirlo, pero dentro de la parcela que tenga de conocimientos (incluso los ignorantes sabemos algo si nos esforzamos). Y como en este mundo, salvo unas pocas excepciones, todos somos ignorantes, podemos decir la verdad de la forma más sincera, pero siempre condicionada por nuestro nivel de conocimientos.

Y en cuanto a nivel de conocimientos no sólo hay que referirse a datos aprendidos (un ordenador entonces sería un sabio), ni siquiera en cuanto a sentimientos o sensaciones, sino a la unión de todos ellos, porque todas esas facetas son las que conforman eso que llamamos “yo” y que toma las decisiones. Unas decisiones condicionadas por la contaminación y la confusión de esos elementos, pero una decisión en el fondo (o más bien en la superficie, si queremos afinar la expresión).

Entonces, si partimos de todo esto, se podría pensar que para saber la verdad hay que ser sabio, porque de otra manera esa verdad estaría tan adulterada que prácticamente sólo valdría para uno (o unos pocos) individuos.

Entonces ¿no existe “La Verdad”?

Si tomamos como punto de partida (y como punto de meta) al individuo ignorante y perecedero, es evidente que no. Podrían existir tantas verdades como personas, e incluso tantas verdades como situaciones en las que se encuentre cada persona (recordemos cuántas veces hemos creído verdad algo que con el paso del tiempo nos ha parecido mentira y viceversa).

Pero si tomamos como partida al sabio (que creo que existe aunque no es dado a salir ante el público como tal), la verdad sería otra cosa. Y sería otra cosa porque la úica verdad estaría relacionada con el camino hacia nuestro destino, hacia lo que hemos venido a hacer en esta vida. Y dado que eso es algo que ni nosotros mismos sabemos, sólo nos queda que el sabio, el que verdaderamente conoce el funcionamiento interno del mundo, sepa cuál es.

Y que sepa que no todos estamos recorriendo el mismo camino ni el mismo tramo, aunque nuestro punto de partida y de llegada sean los mismos.

En definitiva, la verdad sería lo que nos ayuda a caminar por nuestro camino y la mentira lo que nos aleja de él.

Llegados a este punto, la cuestión de si ser bueno consiste en decir la verdad o no, tiene otro sentido. La verdad ya no es algo tan evidente y tan claro, y podemos encontrarnos en situaciones en las que diciendo lo que nosotros consideramos verdad, en realidad estamos influyendo negativamente en el camino de aquél a quien se lo decimos. Por lo tanto... no le estaríamos diciendo La Verdad.

Entonces lo único que nos resta es quedarnos callados hasta que seamos sabios, para no equivocarnos...

... salvo porque si no actuamos, tampoco aprenderemos de nuestros propios errores, por lo que nunca seremos sabios.

Curioso callejón sin salida.

Quizá no nos queda más remedio que aceptar nuestra ignorancia, actuar -puede que  equivocadamente- pero de forma responsable (o sea, que podamos responder acerca de los motivos de tal actuación) y solicitar la ayuda de quien corresponda para equivocarnos cada vez menos, para ir atisbando poco a poco las luces de la realidad (no la del rey, sino la del universo), las luces en definitiva, de La Verdad, y finalmente llegar a un punto en el que tengamos la certeza de que todo lo que decimos es para impulsar La Vida.

Y eso requiere mucho tiempo y mucho trabajo.

La Libertad



Desde niños nos dicen que el ser humano es libre, que la libertad es algo que hemos conquistado a través del esfuerzo y que nos distinguimos del resto de los seres que habitan el planeta por ello.

No es necesario pensar demasiado para empezar a encontrarse con curiosas contradicciones y con enormes sinsentidos.

Porque lo primero que se suele añadir a la frase de “el ser humano es un ser libre” es la coletilla de “pero la libertad de uno termina donde empieza la del otro”.

O sea, que nos encontramos con libertades departamentadas e incompatibles cada una con las demás. Y claro, la deducción lógica es que entonces el ser humano no es libre o bien que a esos “departamentos” no se les puede llamar libertad, que la libertad es otra cosa.

Y quizá ambos planteamientos tengan razón.

Para empezar, habría que echar por tierra el mito del hombre libre (muy usado por la política y la religión para acabar subyugando a los demás) y ser sinceros con nosotros mismos.

¿Somos libres?

Nada más nacer (incluso antes, siendo precisos), estamos condicionados –afortunadamente no condenados- a una genética. Inmediatamente después tenemos unas vibraciones familiares y unas conductas aprendidas seguidas de una educación que acaba configurando lo que, casi poéticamente, llamamos carácter.

Ello nos implica que cada vez que tomamos una decisión, tenemos un sentimiento o realizamos una acción, estamos siguiendo los dictados de un mental adulterado, un vital imperfecto y un físico contaminado. El resultado de las deliberaciones de estos tres curiosos consejeros decidirá la conclusión final de la situación.

Evidentemente, esas conclusiones finales podrán chocar una y otra vez con las de los otros, terminando donde éstas empiezan pero a la vez luchando por superponerse a ellas.

Por ello, esa libertad se convierte en una constante lucha de superioridad de las ignorantes decisiones de unos sobre las ignorantes decisiones de otros. Algo que parece no tener final. Afortunadamente, esos muros entre tu libertad y la mía han sido demarcados por otros (nos han ahorrado esfuerzo), y para lograrlo han creado unas vallas electrificadas que han llamado leyes, sistemas de convivencia, sistemas políticos, normas...

... que normalmente se han hecho a medida de los departamentos de sus propios creadores. Es lo bueno de saber hacer murallas a base de palabras.

Y ello nos lleva de nuevo a la idea anterior. El ser humano no es libre, porque sus decisiones están enormemente condicionadas. Y evidentemente, lo que llamamos “libertad” debería ser denominado de otra manera.

Entonces, aunque no seamos libres ¿existe la libertad? ¿Qué es? ¿Podemos acceder –incluso llegar- a ella?

La libertad evidentemente consiste en algo más que ser esclavos de los deseos, del apego y de las decisiones fruto del ensayo-error de la ignorancia.

Porque no se puede ser libre mientras se es ignorante y el ser humano es ignorante.

Porque si tuviéramos la verdad en cuanto a lo que debemos hacer en cada situación, si viéramos el mundo desde el conocimiento y por ello si hiciéramos lo que debemos en lugar de deber lo que hacemos, nuestra libertad no terminaría donde empieza ninguna otra, sencillamente porque sería la misma. Porque ambos actuaríamos, sentiríamos y pensaríamos en base a la evolución, en base al camino que nos conduce inexorablemente a nuestro destino.

Cierto es que como seres humanos que somos nuestra imperfección no nos permite ser libres, pero también es cierto que en base a esos atisbos de libertad que disfrutamos, somos nosotros quienes damos o no permiso a esas imperfecciones para que habiten indefinidamente en nosotros o para que se vayan disolviendo con el paso del tiempo y la ayuda de la entrada de La Luz.

Y si llegamos algún día a ser libres, quizá hayamos dejado de ser humanos. Quizá seamos otra cosa.

Pero esa cosa estará más cerca de su destino, de la sabiduría y de la libertad.